En el idioma español, la palabra rebelde describe la posición de alguien que no está conforme con la situación actual. Cuando alguien se resiste a los acontecimientos, cuando no acepta las cosas tal como son, le queda la posibilidad de orientar su energía psíquica hacia la defensa de su personalidad (surgen así los mecanismos de defensa que Sigmund Freud describió tan acertadamente) o bien adopta una actitud más proactiva que le lleva a cambiar el equilibrio de la situación, actuando sobre algún elemento de la cadena de acontecimientos (lo que nos lleva al perfil revolucionario).
Churchill no era un revolucionario como lo era Stalin, pero su forma de afrontar las circunstancias de la guerra contra la Alemania de Hitler fue lo más alejada posible de una política convencional. En lugar de prometer una victoria inapelable, prometió “sangre, sudor y lágrimas”. En lugar de confiar en sus propias fuerzas, buscó debilitar al enemigo pidiendo apoyo a los dos opuestos ideológicos del Fascismo: el Comunismo Revolucionario y el Capitalismo Emergente. En vez de aliarse con los que pensaban como él, fue capaz de entenderse con alguien tan opuesto como Stalin, pese a que personificaba unos valores radicalmente contrarios a sus creencias.
No fue un alumno aventajado, aunque las Matemáticas y la Historia no se le daban mal. Su relación con su padre debió de ser muy complicada pese a que, en el fondo, siguió sus pasos y se dedicó a la política. Si alguna vez tuvo como referencia a su ascendiente, el Duque de Marlborough, fue con la intención de hacer acopio de tenacidad, pese a que su situación estratégica le llevó a hacer causa común con un francés (a los que tanto hostigó el auténtico duque) como el general De Gaulle.
¿Qué hace un rebelde cuando desaparece la figura a la que tanto se opone? Deprimirse hasta que logra encauzar su rebeldía hacia otro objetivo.
¿Cómo reacciona alguien que había mostrado tanto empeño y determinación cuando dispone de todo el poder y la gente le pide que imponga un rumbo a los acontecimientos? Esto es lo que debió pasarle cuando la sociedad británica le reconoció el mérito de acabar con la amenaza Nazi. ¿Y ahora qué?, se debió de preguntar en aquel momento, supongo que buscó/debió de buscar en su amplísima memoria histórica para llegar a la conclusión de que tenía que ocuparse del Imperio. La civilización británica se había expandido por los cinco continentes difundiendo los valores occidentales de: educación responsable, liberalismo económico, democracia representativa y ampliación del conocimiento científico. ¿Qué podría salir mal? Las fuerzas propias, debieron de responderle los ciudadanos británicos. Éstos votaron a su rival político, seguramente porque prefirieron recuperarse de los esfuerzos de la guerra y centrarse en mejorar sus condiciones de vida.
Cuando se dio cuenta de lo que suponía una amenaza a los valores occidentales, describió con su certera pluma de periodista la amenaza del comunismo internacionalizado, acuñó el término de “telón de acero” y se armó de argumentos para denunciar el complot.
Recuperó el poder, pero sus excesos con el alcohol le pasaron factura y se convirtió en el anciano venerable que entendía el funcionamiento de la Geopolítica pero le regaló esa visión trascendental al Presidente de los EEUU, relegando a Europa a un papel secundario. Había ganado la guerra pero, seguramente, perdió la paz. La Guerra Fría se fraguó en el viejo continente porque el problema de la desigualdad y del reparto de la riqueza no era compatible con la dictadura del proletariado, que era contraria a los valores cristianos del derecho a la propiedad y reconocimiento del esfuerzo individual. El mundo estaba preparado para experimentar en todas las latitudes pero la guerra había encontrado un arma definitiva. La nueva regla imponía que el primer país en usarla saldría también como perdedor. Los soldados ya no eran tan eficaces como los espías. Todavía no nos hemos recuperado de este cambio.
Un detalle de su mejor versión. Cuando Laura Ormiston la líder de la Liga por la Pureza Social le espetó públicamente lo siguiente: “Si fuera mi marido, le pondría veneno en el café”, él con su característica flema le respondió: “Y si yo fuera su marido, me bebería ese café”.
@salenko1960