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¿Teléfono rojo? Volamos hacia Moscú (1964)

Según cuenta Vladislav Zubok en su obra “Un imperio fallido” (página 278), tras un ensayo nuclear ruso que tuvo lugar en 1955, el físico y padre de la bomba de hidrógeno soviética, Andrei Sajarov, se tomó la molestia de aclarar al mariscal Mitrofan Nedelin que usar este tipo de armas en caso de conflicto sería catastrófico y podría provocar un auténtico Holocausto. Seguramente se refería a la posibilidad de una reacción incontrolable que podría convertir grandes zonas de nuestro planeta, o incluso el planeta entero, en incompatible con la vida tal y como la conocemos.

En esta tesitura, cualquier dirigente sensato se hubiera estremecido de terror al tomar conciencia del poder destructivo de este armamento. Sin embargo, Nedelin se despachó con un chiste verde con el que quiso dar a entender al físico que se metiera en sus asuntos.  Sajarov se quedó boquiabierto ante este alarde de insensatez en un dirigente de tan alto rango.

Como si Kubrick hubiera sido testigo de este incidente, el genial cineasta trasformó en comedia un guion bien documentado que trataba de un ataque nuclear y sus posibilidades de frenarlo una vez desencadenado. Al verla, (cabe suponer que) cualquier dirigente razonable tomaría conciencia de la locura que suponía la estrategia de la Destrucción Mutua Asegurada (MAD), por la que las grandes potencias se habían garantizado un equilibrio del terror que no estaba a cubierto de los errores humanos como los descritos en la película.

La historia surge como reacción ante la crisis de los misiles de Cuba, que hizo que el mundo contuviera la respiración ante la posibilidad de un enfrentamiento nuclear entre las dos superpotencias. El general de la Fuerza Aérea de los Estados Unidos, Jack D. Ripper (Sterling Hayden), cuyo nombre se pronuncia igual que Jack el Destripador, inicia un ataque preventivo contra la URSS porque está convencido de que los comunistas están contaminando los fluidos corporales de los norteamericanos. Su segundo al mando, el capitán de la Real Fuerza Aérea (RAF) Lionel Mandrake (Peter Sellers) no da crédito a la locura de su superior, pero se encuentra incapaz de hacerle entrar en razón o conseguir que le dé la clave de acceso a las radios de los bombarderos para abortar el ataque.

En el centro de control de la Casa Blanca se evalúa la situación, pero no se acierta a encontrar la manera de neutralizar el ataque. Los minutos pasan y la situación se vuelve cada vez más delirante hasta que Mandrake logra desentrañar la clave y anular el ataque de todos los bombarderos excepto de uno, que ha tenido que cambiar de planes tras recibir un impacto que deja inoperativa su radio.

Pese a que el presidente de EEUU ha convenido con el Secretario General del PCUS la manera de hacer frente a la situación, se dan cuenta de que el bombardero va a iniciar un ataque nuclear que será respondido de forma automática y sin posibilidad de aplicar un sistema de interrupción (lo que se llamaba un dispositivo del fin del mundo). Esta forma de proceder era acorde con la doctrina de la MAD. El doctor Strangelove (Peter Sellers) sugiere que se creen refugios nucleares para crear una nueva humanidad cuando, pasados 100 años, los efectos de la radiación hayan pasado. Un nuevo renacer tras la némesis nuclear en el que solo tendrán cabida los más aptos.

La Guerra Fría tendría que esperar a los años 80 para que Ronald Reagan desestimara la MAD y pusiera el acento en la tecnología para derrotar a los soviéticos.

@salenko1960

Septiembre 2017

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La casa Rusia, 1990

Son pocas las películas de gran presupuesto que se han centrado en contarnos los últimos años del periodo soviético. En el caso del que vamos a tratar hoy, la historia transcurre durante los primeros años de mandato de Gorbachov y su renombrada Glasnost.

En un entorno de relaciones culturales entre británicos y soviéticos, el editor Barley (Sean Connery) despierta el interés de un científico soviético apodado “Dante” (Klaus Maria Brandauer), que desea publicar sus descubrimientos militares en Occidente. Por desgracia para él, el manuscrito cae en poder del MI5 británico, que pide ayuda a la CIA para averiguar si el hallazgo es veraz. Para lograrlo, le piden a Barley que averigüe todo lo que pueda del enlace que utiliza Dante en la figura de Katya (Michelle Pfeiffer) para encontrar indicios de verosimilitud.

Centrándonos en las tretas, es interesante la relación que se describe entre los dos grandes servicios secretos occidentales, personificados en Russell (Roy Scheider) y Ned (James Fox). Al parecer, aunque ambos comparten el mismo objetivo estratégico, las diferencias tácticas son cada vez más patentes, hasta llegar al punto de que los americanos pretenden evitar que Barley sea su hombre clave para reemplazarlo por un profesional del espionaje. Al ser un relato basado en un libro de un escritor británico (John Le Carré) el resultado final hace hincapié en que los americanos, descritos como fanfarrones, agresivos y despiadados, acaban siendo burlados pese a las advertencias de los británicos.

La relación entre Katya y Barley se va haciendo más íntima a la vez que se ponen de manifiesto los intereses morales de Dante. Los encuentros entre ellos dos ponen de manifiesto la sinceridad de Barley, que en ningún momento oculta el hecho de que el manuscrito ha caído en las manos de los servicios secretos. Los dos actúan de buena fe, pese a que el resultado final es absolutamente dispar en ambos personajes.

Cuando parece que la CIA va a validar la incapacidad del poderío soviético para llevar a cabo un ataque nuclear exitoso, lo que dejaría sin trabajo a los espías, Barley decide traicionar las instrucciones recibidas y entregar el manuscrito al KGB a cambio de la inmunidad de Katya y su familia. Una forma moralmente aceptable de lograr sus propósitos y engañar a la CIA.

Una de las curiosidades que se describen en el film es el protocolo de actuación para descubrir si un informante es fiable o no. Las pruebas se llevan a cabo en una casa apartada donde el aspirante es profusamente interrogado y pasado por el detector de mentiras hasta llegar a la conclusión de que no tiene ninguna motivación ideológica, lo que le lleva a ser rechazado, en primera instancia, por el máximo responsable de la operación. Otras cuestiones tratadas son las relaciones entre los servicios secretos y un ciudadano, que no es un enemigo, pero que mantiene una independencia de criterio que causa desconcierto a los profesionales del espionaje; los encuentros discretos con la fuente de la filtración que se producen en diferentes localizaciones, siempre en presencia de público, y que muestran una imagen realista de la situación de la Rusia tardo-soviética; el aburrimiento de los espías que dependen tanto de la tecnología que su trabajo pierde cualquier aliciente.

La cuestión más relevante es la relativa a digerir el hecho de que la amenaza soviética no tiene la capacidad operativa que le atribuyen los informes oficiales. En definitiva, cómo justificamos el trabajo de los servicios de seguridad cuando sabemos que el enemigo no puede hacernos daño. Este pudo ser el dilema que afrontó Reagan hasta que aprendió a confiar en los soviéticos y descubrió con sorpresa que ellos tenían el temor de padecer un ataque nuclear que no formaba parte de los planes del mandatario estadounidense. Fueron momentos clave en que los dos dirigentes descubrieron que se podía confiar en la otra parte o, como dice un proverbio ruso: “confía, pero comprueba”.

@salenko1960